jueves, febrero 12

La ladrona de momentos

Cerró de un golpe la puerta del edificio y empezó a andar. Cuando se enfrentó al primer cruce, sacó una moneda de su bolsillo para echar a suertes su destino. Cruz. A la izquierda. Contemplaba todo a su alrededor con la mirada de un niño que ve la ciudad por primera vez, a pesar de haber recorrido esas calles en un centenar de ocasiones. Empezó a rebuscar algo en su bolso, y entre una libreta vieja, lápices sin punta, un paquete de tabaco y un billete de metro sacó la enorme cámara que ocupaba la mayor parte del espacio. Nunca se separaba de aquella vieja Canon. Oír el sonido del disparador constantemente era para ella tan importante como escuchar el palpitante latido de su corazón. ¿Exagerado? De ninguna manera. Ella disfrutaba de las insignificantes cosas efímeras de la vida, por que las cosas que sólo duran unos instantes son las que de verdad acabamos echando de menos. Y no podía soportar eso. No quería perderse nada, no quería que su imperfecta memoria pudiera estropear algún momento mágico. Todo el mundo le decía constantemente que no entendían, que no podían comprender aquella obsesión casi enfermiza por fotografiar cada detalle, pero ella se limitaba a no decir nada, sólo sonreía para sí misma, puesto que sabía que nunca hay dos instantes iguales, dos miradas o dos sentimientos.

En realidad tenía miedo, tenía miedo de no volver a vivir todo aquello. Por eso se empeñaba en encerrar momentos en un carrete fotográfico. Capturaba instantes, para que no pudieran escapar, y que el paso del tiempo no los dejara en un recóndito lugar de su memoria.


martes, febrero 3

Fin

Cerró el libro de golpe y lo tiró sobre el escritorio que estaba al lado de la cama. No sabía porque seguía dejándose convencer por sus amigas de que leyera Danielle Steel. No lo aguantaba; le resultaba más que insoportable verse sumergida en mil historias de amor que vienen a ser la misma, sólo que protagonizada por personajes diferentes y que transcurre en otro lugar del mundo, pero que en sustancia no cesa de repetirse una y otra vez. Le resulta pesado, artificial, demasiado sentimentaloide. Y pensar que ella antes era de las que hubiera amado esas historias de amor. Romántica incurable, y enamorada hasta la médula. Así era ella. Completamente soñadora, aunque eso sólo es una manera menos cruel de llamar a alguien iluso. Completamente ilusa. Sí, eso se ajusta más a la realidad. Y soñaba con haber sido la heroina de uno de esos filmes de drama romántico que siempre terminan bien. Error. Eso no es la vida real, y lo aprendió. Vaya que si lo hizo. Su romanticismo se disipó a la par que su inocencia, a una velocidad vertiginosa. En menos de un año pasó a convertirse en lo que nunca imaginaría poder ser. Una escéptica del amor. Podríamos llamarlo así. ¿Creía en el amor? Sí, claro, pero ya no creía en las personas. Seguía siendo soñadora, pero no más allá del significado estricto de la palabra; ya no era ilusa, para nada. Sabía muy bien a lo que atenerse, a lo que debía esperar y a lo que debía dar. Ni mucho ni poco, lo justo. Y se volvió fría, como el hielo. Se esforzaba continuamente por construir una muralla de acero inoxidable a prueba de lágrimas alrededor de su órgano vital. No quería dejar ver el más ínfimo atisbo de emoción, porque sabía que en cuanto lo hiciera no tardaría en pagar las consecuencias. Incluso cuando, estúpidamente confíada, dejaba traspasar un rayo de sentimentalismo a través de la barrera, creyendo que esta vez no pasaría nada, se arrepentía equivocada.

Y siempre era
todo igual.



Que alguien se atreva a decirme que el ser humano no tropieza dos mil veces con la misma piedra.